El dicho dice Traduttore,
traditore, que en castellano sería Traductor,
traidor. En nuestro caso, no estaríamos hablando de un traductor, sino de
un subtitulador.
Oficio extraño el del encargado
del subtitulado. Quienes trabajamos en la ópera, y más particularmente, en
el ámbito de la ópera independiente, sabemos que los puestos más específicos,
son los más difíciles de cubrir. Más, si se trata de un trabajo tan periférico
y especializado como el del subtitulador. A resumidas cuentas, el subtitulador
en la ópera es aquella simpática persona que se encarga de sincronizar los
subtítulos mientras el elenco se encuentra sobre el escenario. La comprensión,
y el trabajo de muchos meses de todo un equipo de trabajo, residen por unas
horas, en él.
Si todas las óperas representadas estuvieran en castellano,
o claramente, todo el público dominara el idioma que la obra utiliza, el
subtitulador debería buscarse otro trabajo. Por
desgracia (o por suerte), el mundo de la ópera es tan complejo que el
público quiere ver y escuchar obras en su idioma original, y a la vez, quiere
entender la trama sin necesidad de dominar el ruso, el inglés o el italiano.
Gracias a los avances tecnológicos, hoy en día podemos
disfrutar de la ópera sin siquiera antes investigar el argumento para saber qué
es lo que vamos a presenciar. Por esta misma razón, el oficio del subtitulado es
relativamente nuevo y podemos afirmar que ha logrado dinamizar el acercamiento
de nuevos públicos hacia el género de la ópera en las últimas décadas.Hoy podemos sentarnos en un teatro y dejar que
los subtítulos, con la ayuda de los comentarios del programa, nos guíen a
través del espectáculo.
Lo que me lleva a escribir acerca de esta profesión tan
ingrata y tan poco reconocida por el público en general, es mi primera
experiencia como encargado del
subtitulado. Previamente había tenido contacto con el trabajo, pero solo
delegando a otra persona para que hiciera cargo del muerto. En efecto, cuando
me tocó a mí llevar a cabo la faena, me ví en problemas.
Imagínense una sala a medio llenar, unas 150 personas
mirando una ópera, poco conocida de por sí, en inglés. El tempo de la música es rápido, y las melodías amigables. Suena un rag y el coro en escena canta una línea
tras otra sin ningún reparo. Todo se sucede manera rápida y yo, sin querer
trastabillar, detono la tecla del ordenador que deja paso a la siguiente línea
del subtítulo. Los cantantes dejan de cantar pero yo, seducido totalmente por la
pegajosa melodía sigo presionando el teclado como si nada. Me percato de esto,
maldigo en voz baja, y vuelvo en reversa las líneas profanadas. Una amable
señora se da vuelta y me mira por unos segundos como tratando de constatar mi
delito. Yo no la miro, aunque sé que en
ese momento, si supiera mi nombre, lo estaría maldiciendo. Sé que lo hace,
porque yo también lo haría en su lugar.
El subtitulador se encuentra en la delgada línea del amor y del odio frente al público. Tampoco hace falta que mencionemos las represalias de los músicos, los cuales, luego de una función, recriminan los errores ajenos argumentando que los han privado de un momento genuino ante la audiencia.
Nadie comprende el trabajo del subtitulador, un trabajo que
parece tan sencillo, tan amable, y que a la vez, resulta ser muy estresante y
complicado. Faltaría que al equivocarse el subtitulador, tuviera que echar a
correr porque una turba lo sigue con palos y antorchas, dispuestos a
crucificarlo frente a la sala de conciertos.
Hay que comprender el hecho de que un simple mortal es capaz
de frustrar los esfuerzos de toda una producción gigantesca. Sin ensayo previo,
sin preparación, el encargado llega, se sienta, posa su comida al lado de la
computadora y se apresta a presionar el botón, ese que da cuerda a la ópera.
Es que la música es así. Solo basta un estornudo para apagar
el pianísimo más delicado, y solo
hace falta un subtitulador despistado para echar agua a la pasión fervorosa de
una audiencia iracunda.
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