Friday, October 24, 2014

Querido amigo

Suele ser difícil escribir sobre personas que lo han antecedido a uno mismo. Pareciese haber un fantasma que recorre la habitación cada vez que quiero reunir información o empezar a escribir algunas líneas, haciéndome temer caer en alguna trampa enciclopédica o en alguna falacia.
Requiere de mucha valentía repasar la historia, buscar detalles en las fotos, toques perdidos, miradas frustradas, amores inconclusos.
De manera insensata, me atrevo muchas veces a escribir lo que me dicta el instinto.   

Como si fuese una postal de la vida misma, la música de Fernando Cabrera pareciese formar un santo y guía de aquellos músicos que recorren el ambiente de la música rioplatense. Más, aquella música que fusiona ritmos rioplatenses con otros provenientes del viejo continente. Cabrera funciona como mito, mitad olvidado, mita santo obligado de un círculo muy reducido de asiduos oyentes de la música rioplatense. Sin embargo, en cuanto lo encontrás, recaés en que él siempre estuvo ahí, influenciando a muchos de los artistas que gozan de mayor salud en el mercado.
Fernando Cabrera es un músico que no necesita demasiada presentación. Participó del auge de la renovación de la escena musical uruguaya, allá cuando Eduardo Mateo y Alfredo Zitarrosa aún seguían poniendo pie sobre los tablados. Cabrera ha sabido alternar su ardua actividad como compositor, productor y arreglador de una manera admirable y hasta un poco envidiable.

¿Qué es aquello que más importa en la música de Cabrera? Asiduo devorador de literatura, la impronta verbal de sus composiciones refleja una gran importancia del lenguaje hablado. En su voz grave, descuidada, casi altanera y melancólica en gran medida habita un espíritu triste, acaso como si su música fuese un relato olvidado, siempre sucedido e irremediable.
Existe una esencia profunda en la música de este compositor montevideano, que refleja una especie de aroma del río de la plata. Escuchar una canción de Fernando Cabrera es comprar un ticket para un viaje de tres o cuatro minutos a Montevideo. Su música, nos resume costumbres, añoranzas, tristezas e infinidad de sentimientos ligados al sentir rioplatense .
Este decir rioplatense se traduce detalladamente en la canción viveza. Acaso como un recorrido puntilloso por una mañana en el puerto de Montevideo, en la famosa ciudad vieja de esta ciudad, aquí el compositor despliega sus mejores recursos para legar lo que podemos definir como una obra maestra. Así co
mo Goethe con su Fausto o Hesse con su Lobo Estepario, Cabrera nos presenta su visión tan personal de la condición humana.
En esta canción, tan pictórica, con una mezcla de costumbrismo y tradición, se conjuga la visión del vivo, aquel típico personaje que sabe sacar ventaja de toda situación y que sin embargo, en el ajuste de cuentas al final del camino, nunca puede prevenir su patético final.

Cabrera nos enseña que para ser un buen intérprete no hace falta ser un virtuoso. Acaso, el rasgo que define si la música de él agrada o no, es su voz. Un poco medrada por los años, descuidada, flaca, desconsiderada, sus cadencias se asemejan a las del Polaco Goyeneche. No importa lo que le falta a su voz, solo importa lo que en ella habita.      
Últimamente, sobre el escenario podemos escuchar al compositor interpretando esta composición provisto solamente de una cajita de fósforos. Aquí no hacen falta instrumentos; una voz es suficiente para demostrar que el mundo cabe en una caja de fósforos.
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Tuesday, October 21, 2014

Pequeña nota

El sábado 27 de septiembre tuve el gusto de ser entrevistado en el programa de Radio Universidad, Radiofotos.
Marcos Clavellino, el conductor del programa me había propuesto elegir una fotografía que significara algo para mí, para que pudiese llevarla y explicarla al aire.
Esto fue lo que salió.    

Momento del desenlace final de Evangelion, serie de animación japonesa, insignia de los noventa y del comienzo de mi adolescencia. Tal como lo explico en la entrevista, este fotograma resume brevemente varios de los dilemas que se plantean en la serie.


Elegí esta imagen porque traduce la fragilidad que muchas veces sentimos las personas que nos dedicamos al arte. Sincerarse, conectarse, establecer un vínculo emocional, son pocas de las muchas cosas que hay que hacer para conformar una obra de arte.
Es de materia obligada en las entrevistas a directores reconocidos, que se pregunte acerca de las “características” que se necesita para ser un director bueno. Como siempre, la respuesta puede chocar con la vieja concepción del virtuosismo o del talento innato. Otras veces, también decepcionantes, las respuestas se condicen con el dominio de tal o cuál instrumento.
En mi propia y personal percepción, además de los atributos y habilidades que se deben adquirir y estudiar para ser un músico profesional, el director debe ser sincero. No una sinceridad franca de la retórica, si no, una sensatez que permita ser transparente como el agua, para que la música fluya. El director debe ser esa persona que logra anteponer las necesidades de los otros y canalizarlas por el bien común, por el resultado sonoro. El director es el responsable de aunar una visión, de que un enorme número de personas conciban una misma imagen, concreten un mismo objetivo.
El director de orquesta es el político, pero sin la hipocresía, es realmente, el guía, el líder. Aquella persona que cuando ha logrado su cometido, puede dar un paso al costado, agradecer el esfuerzo y dejar el reconocimiento para sus colegas, los cuáles han materializado por unos instantes, el instrumento deseado.
Paradójicamente, esta profesión está repleta de personajes egocéntricos que parecen sacados de alguna saga novelesca. Claramente, la dirección puede resultar un arma de doble filo. Puede ser el camino elegido para aquellas personas que necesitaban armar su propio circo de ego entronizado, o para aquellas personas que saben que la verdad última se encuentra en el momento efímero que dura un fortísimo y que se diluye como un dulce sabor de la frambuesa fuera de temporada. 
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